Cuatro caminos

La furgoneta gritaba por sus altavoces ¡Vota Vox, Vota Vox!, según bajaba lentamente por la calle Bravo Murillo. Hacia Tetuán avanzaban en bicicletas los activistas voladores, Bravo Murillo arriba, rumbo a la sierra homeschooler y podemita, dispuestos al mundo utópìco del arroba España. Por Raimundo Fernández Villaverde volvían a la zona buena de la ciudad los doctores en sus Land Rover.  Por Reina Victoria iban los estudiantes, y los achacosos. Sentado bajo la antigua pasarela, 4c, el sensato, un hombre gris, no sabía qué camino de los cuatro tomar… 




La furgoneta de Vox iba al centro. El centro imperecedero como la parte que queda cruda, donde aún fluye la sangre y se erigen los portales a los que no ha llegado la lenta cocción del olvido.
En el centro seguían teniendo castañas las castañeras, los perroflautas seguían apostados junto a las Descalzas y los callejones de Lavapiés preparaban la encerrona. 
El tiempo había cambiado para seguir más igual que los tiempos de antes. El ciudadano de las afueras sabía esto pues había nacido allí, y huía pero no huía, odiaba pero anhelaba, dado que el centro es lo que perdura y en él se perdura y se salva uno y sus circunstancias. 
Sólo en el centro se es realmente anónimo, de ninguna región en concreto, y sólo en el centro se está en el mundo, posiblemente en el centro del mundo.
Las terrazas para tomar algo pueden estar en cualquier sitio, pero sólo cerca de Sol está la plaza para un filósofo callejero, quizás en la misma puerta del Sol. Un día disfrazado de puerta y otro de sol.


En la lejana India, a los niños les tiznan la cara, para que su belleza quede oculta a los espíritus de la venganza. De la misma manera, 4C se protegía de la envidia mediante una vida sombría. 

-Lo que no queremos sufrir no se lo suscitemos a otros- se decía.

Pero aún así, temía que estas astucias ofendieran a quienes no las suponen, y había renunciado también a ellas. Pasados los años, el anteriormente extravagante guerrero del resplandor, famoso por su capa, era el peatón más normal que cruzaba los semáforos de la rotonda. Aquel que vestía las finas sedas y el hilo de plata, las bufandas de muselina egipcia que lleva el viento, los gorros de brillante astracán, las borlas de fieltro antiguo encapsuladas en bronce, era ahora el modelo sin quererlo de las temporadas pasadas de Decatlón, el hombre al que de nada se podría acusar, el que va en medio, pues para proteger a su familia había perdido cualquier deseo de fama.


Se podría decir que así se hace uno madrileño, indistinto como una paloma de vientre gris. Pero se puede perder en provecho propio. La fama, el honor, la riqueza, van de la mano como tres amigas adolescentes a la playa nudista, pero este mundo es Arabia Saudita.  

Cuando ellas se van ya para siempre, se va el anhelo de ellas, se despeja la niebla, se dibuja la línea del horizonte, centellea el mar, comienza la única vida interesante. Así era el camino del centro, Bravo Murillo abajo, por donde avanzaba lentamente la furgoneta, "¡Vota Vox!, ¡Vota Vox!", resonaba en cada oído. 


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